viernes, 9 de julio de 2010

DESPEDIDAS

¿Te has parado a pensar que nos pasamos la vida despidiéndonos?
Todavía no somos capaces de articular palabra y ya nos están lavando el coco para que le digamos adiós al pañal. El objeto que representa para nosotros la seguridad ante una evacuación no deseada, empieza a convertirse en un estorbo, sobre todo económico, a la vista de nuestros progenitores.
Con un tono que va de lo contemplativo a lo paternalista, nuestras madres nos van soltando la frasecita:
- ¡Cariño, tienes que ir despidiéndote del pañal!
Cuando todavía no nos hemos repuesto del choque emocional que supuso el abandono forzado de la protectora prenda, aparece esa vecina caritativa y nos dispara a bocajarro la consabida sentencia condenatoria:
- ¡Mira tú, un niño tan grande y con chupa!
Si uno tuviera capacidad para la comunicación oral fluida, le podría soltar una frase del tipo:
- ¡Y a usted qué carajo le importa!
Pero como todavía andamos balbuceando, a lo más que llegamos es a desear que nuestra madre no piense como esa pesada de la vecina.
De todas formas, antes de que eso pase, nos habremos despedido de aquella chupa de caucho que habíamos amoldado a nuestro paladar y que nos transportaba a los sueños más regeneradores. Un aciago día, aquel instrumento de aspecto chicloso con el que te atrevías a hacer música, salió disparado de tu boca en el mismo momento que pasaba el camión del agua agria y pereció despachurrado contra el negro asfalto.
El biberón duró un poco más, pero ahí volvió a aparecer la vecina “caritativa”, y si no fue esa era otra parecida, para sentenciar:
- ¡Jesús, un niño tan grande y tomando biberón!
¿Quién les habrá pedido opinión a esa legión de vecinas caritativas?
Un buen día, escuchas a tus padres hablando de que el niño debe aprender a socializar y a compartir. ¿Qué carajo querrán decir con eso? El caso es que antes de conocer el significado de las enigmáticas palabras, te estás despidiendo del “hogar dulce hogar” para entrar en un sitio donde hay veinte del mismo tamaño que tu, con las mismas pocas ganas de estar allí que tu, preguntándole a una señora con cara de mártir que cuando viene tu mama o tu papá a buscarte. Eso sin contar que en tu casa se queda el soplagaitas de tu hermano pequeño preguntándose cuando le toca el reclutamiento a él, pero todavía bajo la protección de los espacios conocidos y gateados durante meses.
Justo en esa despedida, tiene lugar otra no menos violenta. De repente, a tus padres se les mete en la cabeza la idea de que debes andar y, de ahora para después, dejan de bajar el carrito con el que te paseaban.
Si lo piensas detenidamente, la infancia es una etapa en la que no se gana para sustos.
Nadie está a salvo de las despedidas. Un día se te ocurrió comprobar lo que pasaba si metías la plastilina en la leche y por poco se te para el corazón cuando escuchaste a tu padre decir:
- Despídete de los reyes.
Tú sabías que eso no significaba despedirse de Juan Carlos y Sofía. No eran esos reyes, sino los de Oriente y no te despedías de ellos, sino de lo que traían.
Cada vez que cometías un error, había algún “despedidor” a mano que te disparaba un despídete de esto o despídete de lo otro.
Hoy son distintas las cosas, pero hace unos cuantos años, era difícil estar con los mismos compañeros de clase durante mucho tiempo. Apenas acababas la primaria, tenias que despedirte de la chiquillería con la que había compartido dimes y diretes, para que te envasaran en un sitio de aspecto lúgubre llamado instituto, donde había doscientos igual de despistados que tu esperando a que los almacenaran en un aula con olor a libros usados y polvo de tiza.
Y así, pasito a pasito y despedida tras despedida, se nos fue la infancia y entramos en un estado de semi-idiocia al que los entendidos llaman pubertad y la vox populi llama edad del pavo, pero esa…, esa es otra historia.
LA RECETA.-
Rehogado de Judías.-
Esta es una de las comidas con las que mi madre alcanzaba su condición de cocinera. Ella no se limitaba a guisar las judías, más bien interpretaba una sinfonía de olores y sabores cuyo último movimiento incluía un canto coral a cinco voces entonando la interrogación ¿No hay más?
Seguramente habrá tantas versiones de este plato como madres se hayan metido en la cocina. Yo, como debe ser, diré que el rehogado de mi madre era, es, tan bueno, que merece ser plagiado. Aunque lo he preparado en varias ocasiones, reconozco que aun no he conseguido darle el punto que mi traicionera memoria recuerda.
Ella lo preparaba a caldero descubierto, con el fuego bajito y asustando las judías un par de veces con agua bien fría para que ablandaran antes, pero si han sido puestas de remojo el día anterior, vale con 30 minutos de olla a presión.
Es este un plato para consumir en días de cierto fresco y que permita la apertura de ventanas por aquello de que la Convención de Ginebra prohíbe el uso de armas químicas.
Los Ingredientes para 6 personas:
¾ Kg de Judías pintas.
½ Cebolla grande.
½ Pimiento verde.
1 Cabeza de ajos.
1 Hoja de laurel.
1 Cucharadita de pimentón de la Vera.
1 Varita de tomillo.
2 Chorizos para guisar (si son ibéricos mejor)
¼ Kg de Panceta sin la piel.
Aceite de oliva.
Sal
El Potingue.-
Echar un chorrito de aceite en el fondo del caldero. A continuación ponemos la panceta y el chorizo cortados en trocitos para que vayan soltando su propia grasa. Cuando la carne esté empezando a dorarse, añadimos la cebolla y el pimiento bien picados, la hoja de laurel y la varita de tomillo para que acabe de hacerse el refrito. Justo un segundo antes de retirar el caldero del fuego, echamos la cucharadita de pimentón para que no se queme.
Ahora es el momento de añadir las judías, la cabeza de ajos chamuscada y agua hasta que rebase dos dedos al grano.
A partir de este momento, solo queda esperar.
Los tiempos para caldero, dependiendo de la calidad de las judías, oscilan de una hora a hora y media. Si se trata de olla a presión, con media hora va que mata.