domingo, 20 de junio de 2010

PUNTAS, TUTUS Y DIADEMAS

Cuando Lilia y Javier tomaron la decisión de que Lucía fuera a una academia de danza, me pareció una buena idea. Lo más probable es que la niña, de cada mil que empiezan dos llegan a triunfar, no acabe convertida en una figura similar a Margot Fontein o Alicia Alonso, pero al menos le quedarán todos los beneficios que el arte de Terpsícore atesora: disciplina, memoria, estética, limpieza, sentido del ritmo, oído y aprecio por la buena música, sin contar los beneficios a nivel físico, que también son muchos.
En cualquier caso, no es mi intención escribir un tratado sobre la danza, Dios me libre de tamaño atrevimiento. Mi intención es relatar, con esta forma de contar torpe y desmañada que la naturaleza me ha concedido, lo vivido en el teatro Víctor Jara de Vecindario, entre las ocho y media y las diez de la noche del 19 de junio.
Confieso que me gusta la danza, sobre todo el ballet clásico, el de tutu y las zapatillas de puntas. He disfrutado del Lago de los Cisnes, el charco de los patos cuando andamos entre rones y pejines, de Romeo y Julieta, El Cascanueces o el Pájaro de Fuego. La vida me ha permitido disfrutar con Rudolf Nureyev, Alicia Alonso, La Plisetskaya o Lucía Lacarra, pero anoche no tenía cuerpo para el ballet. Mi intención era sentarme en la butaca a babearme con los imprecisos pasos de mi nieta Lucía y hacer un discreto mutis, escaleras arriba, para no tener que envainarme la gala completa. Pero nada más comenzar el espectáculo, me di cuenta de que aquello era otra cosa. Allí había enjundia. Se palpaba el trabajo serio detrás de cada movimiento. Allí no había alumnos y alumnas de una escuela de juguete para entretener el tiempo libre. Ante mis asombrados ojos se presentó un grupo de personas, desde el más grande a la más chiquitita, que se habían deslomado durante meses para nuestro disfrute. Reconozco que en algunos momentos me emocioné y no precisamente con la actuación de mi nieta, ahí babeé directamente como si de un bulldog se tratara. Desde la coreografía montada para El Invierno del “Il Pretre Rosso”, hasta el “Pas de Quatre” del Lago de los Cisnes de Tchaikovsky, todo tenía el inconfundible aroma del trabajo bien hecho y del esfuerzo diario.
Así pues, los dos minutos que me había concedido para “abuelear”, se convirtieron en hora y media de disfrute y relax por las que hubiera pagado con gusto. De ser así, no hubieran que tenido que desembolsar 8 euros los padres de cada alumno o alumna para poder acceder al uso del teatro municipal. Eso sí, sin derecho a técnico de sonido, ni aire acondicionado. Me gustaría saber que tiene que decir a esto la “dueña” del teatro Víctor Jara, Inmaculada Ramírez.
Si no me equivoco y la legislación tributaria me desmiente, pagan los mismos impuestos los padres y madres de todas las academias de danza del municipio.
A lo mejor lo que necesita Vecindario son más engranajes y menos ruedas solitarias que giren hacia ninguna parte.
Somos un pueblo demasiado joven para que el sectarismo anide entre nosotros.
Dicen que el alma mater de este proyecto, Gisela, no le deja pasar una a los padres y madres de su alumnado y que mientras prepara un espectáculo, le salen más púas que a un puercoespín. Eso es bueno, puesto que el cariño lo debe guardar para los momentos que dedica a enseñar y me consta que así lo hace.
Gisela no es la Kasantseva, ni falta que le hace, pues detrás de cada una de las figuras mencionadas aquí, hubo una Gisela que dedicó su tiempo a enseñarles lo necesario para que pudieran llegar tan alto.
Desde mi humilde blog, gracias a ella y a los que con ella hacen posible el milagro de ver como pequeños patitos se van convirtiendo en hermosos cisnes.


LA RECETA:
Atún confitado en gazpacho de tomates y tunos indios.
Para el contubernio de hoy me he inspirado en la loca idea de mezclar tres productos que son muy comunes en la isla de Gran Canaria. Por un lado el tomate de cuya calidad pueden contar mucho en los mercados ingleses, por otro el tuno indio, cuya planta se usa en algunos lugares a modo de alambrada y para acabar el glorioso atún que nos visita cada año desde principio del verano.
De esta fruta autóctona, el tuno indio, me viene el recuerdo de una visitante asturiana que quiso realizar por si misma el proceso de arrancar, pelar y comerse una de estas espinosas frutas.
No sé cómo se las arregló, pero el caso es que se le quedó el trasero como la espalda de un erizo. Cuando una amiga intentó arreglar el estropicio, queriendo evitar que un servidor se diera una ración de posaderas a la púa, viró el “nalgamen” hacia el lado opuesto, la carretera, justo cuando pasaba una guagua abarrotada de turistas. Cosas de la inexperiencia.

Ingredientes:
1kg de Tomates pequeños y bien maduros.
½ kg de Tunos indios.
1/2 kg de atún sin le fibra marrón de los laterales.
Aceite de oliva.
1 Ajo
½ Limón
Perejil
Sal
Cortar el atún en taquitos del tamaño de un dedo gordo, los que tienen mascota le llaman dedo pulgar por razones obvias, salarlo y ponerlo a confitar en el aceite a baja temperatura, 70ºC aproximadamente, durante media hora.
Mientras el atún se confita pasamos por una batidora los tomates bien pelados y desprovistos de la semilla junto con el diente de ajo, una cucharada de aceite de oliva y sal. Hacemos tres cuartos de lo mismo con los tunos indios. La razón de batirlos aparte es que si lo batimos junto con el aceite, el ajo y la sal, pierden color. Lo colamos todo y mezclamos, añadiendo unas gotas de limón, hasta conseguir una crema homogénea.
Para servir usaremos cualquier recipiente de boca ancha o un plato sopero de tono claro para que resalte el rojo del gazpacho.
Ponemos un cucharón de la crema en el fondo y en el centro dos taquitos de atún con su correspondiente palillo, procurando que algunas gotas de aceite caigan sobre el gazpacho. Para terminar lo espolvoreamos con perejil picado, muy finito que lo quiero para la cachimba.